Thursday, August 9, 2007

La Prueba

Hace unos cuantos siglos vivía en la isla de Okinawa un gran maestro de las artes marciales llamado Inejiro Chofune, cuya excepcional sabiduría es legendaria. Existen muchas anécdotas sobre sus enseñanzas y consejos, aunque entre todas destaca la historia de la prueba que impuso a su alumno predilecto Ichiro Matsubara.

Ichiro era un excelente combatiente: fuerte como un oso y más rápido y ágil que un demonio. Era terrible con los puños, con las patadas aún más. Empezó a entrenar con Chofune cuando contaba apenas con 12 años, y a los 14 ya ganaba los torneos tradicionales locales y regionales. Con 16 años Ichiro era imbatible en muchos pueblos a la redonda. El único gran defecto de este joven era su excesiva altivez. "¡Soy invencible!", acostumbraba a exclamar pegándose un gran golpe en el pecho. A lo que Chofune respondía con una mueca de enfado y diciéndole: "Nadie es invencible. La labor de aprender y perfeccionarse nunca termina". Y entonces le relataba alguna vieja leyenda sobre guerreros y dioses que se creían invencibles y salían derrotados debido a su excesiva confianza.

Pero el caso era que Ichiro nunca perdía. Peleaba contra adversarios que le aventajaban en edad, en tamaño, en fortaleza, en experiencia. Pero poco importaba porque la habilidad del extraordinario joven se imponía siempre. Chofune observaba con cierta inquietud que el ego del aún adolescente Ichiro crecía un poco mas tras cada victoria. "Búscame adversarios de verdad...", decía entre risas el envalentonado joven. "Que me hagan sudar un poco..."

Como era de esperar Ichiro se volvió tremendamente competitivo y desconsiderado: despreciaba y maltrataba a sus compañeros de entrenamiento; cada vez desobedecía más a su maestro. Era como si se estuviera convenciendo de que ya nadie podía enseñarle nada nuevo, que sabía mucho más que nadie, que lo sabía todo. Ya no escuchaba las lecciones y los consejos, solo quería trofeos y prestigio.

Chofune estaba preocupado pues no sólo estaba apunto de perder a su mejor alumno, sino además había formado a una perfecta máquina de pelear que se estaba descontrolando. Necesitaba por tanto una pequeña lección que le bajara los humos. Pero no una humillación sino algo de lo que pudiera extraer provechosas enseñanzas. Ichiro llevaba meses pidiendo a su maestro permiso para dar clases. Así que una fría tarde de otoño, después de un duro entrenamiento, Chofune se acercó a Ichiro y le dijo: "Prepárate porque mañana deberás superar la prueba más difícil de tu vida. Si lo logras estarás preparado para ser maestro". Esa noche Ichiro no pudo dormir.

Aún despuntaba el alba cuando Chofune entró en casa de su alumno y le dijo: "Al otro lado del monte Fuha, junto a la cascada Tsunoda, vive un ermitaño llamado Ko. Es un gran luchador. Ve a su encuentro y si logras vencerlo habrás demostrado la suficiente valía para ser maestro". Henchido de ilusión y entusiasmo, Ichiro agarró un bastón y se echó a andar monte arriba.

El tímido sol matutino bañaba con su tibieza todo el valle mientras el valeroso joven ascendía a paso militar, perdido en sus pensamientos y fantasías. Intentaba imaginarse el famoso ermitaño: sería un colosal gigante, o más bien un feroz salvaje, o un hirsuto brujo con poderes terribles... Cuanto más pensaba en ello, más se animaba, tal era su temeridad y competividad. Aún resonaba en su cabeza una reciente reflexión de Chofune: "Nunca, hasta donde llega la memoria de los más ancianos, ha habido un maestro de 17 años".

De repente, entre meditación y meditación, Ichiro se dio cuenta de que se había perdido. Se acababa de internar en un frondoso bosque, y carecía de cualquier punto de referencia; todos los rincones le parecían iguales. Tras unas horas de deriva el joven se comenzó a poner muy nervioso, avanzando velozmente, rasgándose la ropa y la piel contra ramas y astillas; no era consciente de que en realidad estaba andando en círculos. Al fin logró salir del bosque, magullado y jadeante, para darse cuenta de que había regresado exactamente al mismo punto por el que entró. Ya era mediodía.

Cubierto de lágrimas de rabia, Ichiro redobló el paso para rodear el maldito bosque. Al cabo de unas horas llegó a un inmenso desfiladero de rocas cortadas a cuchillo. Más perdido que antes, el joven empezó a trepar por las roquedas. Ascender, siempre ascender. Cuando llegó a la cumbre no reconoció nada de las portentosas vistas que lo rodeaban. Ya estaba oscureciendo, y el frío comenzaba a morderle la piel. El viento silbaba inmisericorde entre los peñascos e Ichiro ya no sabía hacia dónde ir. Hambriento y asustado, se acurrucó contra una roca y se echo a llorar amargamente.

Cuando la luz de la mañana le despertó, una familiar silueta se recortaba en frente suyo. "¡Maestro!", exclamó reconociendo a Chofure. "No has superado la prueba", respondió éste tranquilamente. "¡Pero si no he llegado a pelear contra el ermitaño! ¡Dime dónde está!", exclamó levantándose con renovado brío. "No Ichiro. Ya has sido derrotado, y por el enemigo más temible que hay: uno mismo. No existe ningún ermitaño, esto era una lucha contra ti mismo. Ibas cegado por la confianza y te has perdido. Yo ya no estaba a tu lado para guiarte, y por primera vez en tu vida te has asustado. Antes te conformabas con superar a los demás, eras un campeón. Ahora debes concentrarte en superarte a ti mismo, para ser un maestro. Y, te lo aseguro, aún tienes mucho que aprender".

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